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De uno a otro paisaje.
La cumbre de Los Treserols -el Monte Perdido- coronando toda la unidad geográfica del macizo, sus recursos naturales y la historia de su ocupación humana; se ha constituido así en su entorno, apoyado en su original diversidad, un auténtico país. Dicha unidad, consolidada a través de las edades, limitada por el espacio geológico, agrega a lo indicado, la calidad de sus atractivos estéticos singulares y recursos naturales, los que -ya tan sólo por sus propios valores-, merecen una inscripción en la lista del Patrimonio Mundial de UNESCO.
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En la contemplación de nuestro paisaje cotidiano, la costumbre (producto de la pereza), corroe en muchos de nosotros la sensibilidad compañera de la sorpresa, privándonos así de la emoción, del placer propiamente dicho, aportado por los encantos o la grandeza de nuestro entorno. En la montaña, nuestras miradas padecen menos de ese cansancio, a causa de las variaciones estacionales y el sucesivo desencadenamiento de sus efectos, dibujando y pintando una serie cambiante a ritmo siquiera de las estaciones. |
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No es de extrañar así el singular apego de la población de montaña a su país; apego que se apoya en el sucesivo cambio aportado por el transcurso de los días. Alrededor de su Monte Perdido, el autóctono montano, ora visitando a sus primos, ora a sus vecinos, descubre una densa variedad de paisajes, cuyo contraste subraya e intensifica la magnificencia de cada uno. Sin duda, en Gavarnie, Ordesa, Estaubé, Añisclo, Troumouse y Pineta, la naturaleza es suntuosa en dicha diversidad.
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En Gavarnie, un orden majestuoso acoge un paisaje monumental que rompe súbitamente todo el horizonte, pero sin oscurecerlo: así enorme variedad y fantasía de la naturaleza -hielos, cornisas nevadas, cascadas luminosas felizmente lo atenúan.
Ordesa, donde las oscuras libreas de los pinares, animan los tonos ocre de la larga perspectiva de desfiladeros audaces, sirven de marco a las riberas del Arazas, el fogoso torrente circulando por su fondo, donde el aire y el sol del sur eligen ya otras formas, otros colores y otros árboles. En Estaubé, más allá de sus amplias y ricas praderas, aparecen notas de agudas crestas, rematando finalmente en la corona nevada del señor de esos parajes, nunca mejor denominado Monte Perdido. |
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El estrecho cañón de Añisclo, tan secreto, tan dionisiaco, donde la vegetación se embriaga con locura de vértigos y nieblas evadidas del torrente.
Troumouse, más amplio todavía que Gavarnie, abrazando en circo casi perfecto, con sus miembros pétreos, un inmenso haz de pastos.
Pineta, que a ritmo de sus verticales baluartes, desarrolla la calculada amplitud de su prestigiosa avenida abierta a levante. Sus bosques, sus bellos pastos colgantes -cual jardines babilónicos-, en cuanto se enciende la aurora, recogen las primeras luces de la mañana que fluyen reflejadas en la cúpula lejana del Monte Perdido.
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Sin olvidar el árido y punzante esplendor del lapiaz de las altas mesetas, donde al lado de minúsculos oasis de verde hierba sobre loess, transcurren las calientes horas de un cielo aragonés y la insólita profundidad del lago de Marboré, que mantiene sus "icebergs" flotantes y refleja al mismo tiempo, la imagen de los últimos jirones de la ladera norte del Monte Perdido, rodeado de un mundo de gleras y canchales.
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